¿Cómo era la Madre Clara?

La gracia de Dios no fue inútil

Era de temperamento fuerte pero lo dominaba siempre; ya desde niña, según nos cuentan todos, apareció ante los demás dulce, amable, atenta, cariñosa, delicada, comprensiva y condescendiente.

La gracia de Dios obraba en ella maravillas; podríamos poner en sus labios las mismas palabras de San Pablo: “La gracia de Dios no fue inútil en mí” (1 Co 15, 10) y afirmar con toda certeza que no le opuso resistencia. Había llegado a obrar habitualmente desde Dios. No era ella la que vivía y obraba sino Cristo quien vivía y obraba en ella. De esto dan testimonio las que convivieron con ella por largos años y quienes la conocieron o hablaron con ella esporádicamente. Son muchas las personas que afirman dicen: “Era una mujer que no salía del campo sobrenatural, que vivía siempre en un plano sobrenatural”.

Con la mirada de la fe penetraba en las profundidades sobrenaturales. Sus reacciones y actitudes eran sobrenaturalmente humanas. Comprensiva con los demás y exigente consigo misma, reconocía sus limitaciones con sencillez y agradecimiento al Señor quien, a pesar de su miseria y pequeñez, la había escogido y la soportaba en su presencia. Previsora e intuitiva con la visión que da el amor llegaba siempre a tiempo allí donde había una necesidad para poner lo que hacía falta: fe, caridad, esperanza, seguridad, paz, alegría, consuelo, optimismo, etc. y todo ello sin ruido, con sencillez y naturalidad, como el que no hace nada, queriendo pasar desapercibida a los ojos de todos, obrando con generosidad siempre abierta a los demás, evocando las palabras del Maestro: “Dad gratis ya que habéis recibido gratis” (Mt 10, 8).

Como verdadera hija del Pobrecillo de Asís y de su Plantita nada tenía propio: su entrega a Dios era total y su disponibilidad a los demás absoluta. Era una mujer de miras amplias, de horizonte abierto al Universo: “Era un alma pacificadora, nos trajeron las Constituciones el año 1942, decían que debíamos llevar el hábito color marrón, que antes lo llevábamos gris y recomendaban insistentemente rezar los Maitines a media noche y la descalcez. Todas las jóvenes estábamos deseando cumplir las Constituciones a la letra pero las mayores de antes, las pobres, no se sentían con fuerzas porque habían vivido toda la vida de otra manera y se resistían a ello. Nos lo pusieron por votación. Sor Clara dijo: ‘Ante todo la paz. Que las mayores tienen resistencias, las mayores se resisten a eso, ante todo la paz, si a las mayores les cuesta haremos por ahora lo que ellas desean’. Lo pusieron a votación y nosotras por no desunirnos y crear una situación tensa votamos lo que las mayores deseaban aunque no nos gustaba. Nosotras que estábamos deseando observar a la letra las Constituciones que nos habían dado hicimos esto por la paz y por la unión” (Testimonio de Madre Ángela).

Era grande su humildad y sencillez, todas la amábamos por su entrega y generosidad, y la admirábamos por su anonadamiento, caridad, alegría y fervor de espíritu: “La espiritualidad de Madre Clara se destacaba por una gran humildad, humildad de hechos. Todas, todas las personas tenían esta sensación de que era una mujer de gran humildad. Tenía además una cosa, algo, algo que cuando venía la gente les llamaba la atención en ella, algo que les quedaba. Incluso algunas personas que parecían menos piadosas, como es el caso de un bienhechor que ahora recuerdo, siempre su esposa nos dice que a su esposo le atraía algo de Sor Clara. A todo el mundo le atraía, tenía algo especial, ¿qué era? Una transparencia de Dios que se refleja”.

Su caridad poseía las notas que enumeraba el Apóstol: Comprensiva, servicial, no tenía envidia, no era presuntuosa, ni engreída, ni maleducada, ni egoísta; no se irritaba, ni llevaba cuentas del mal; no se alegraba en la injusticia; por el contrario, se gozaba con la verdad. Disculpaba sin límites, esperaba sin límites (cfr. 1 Co 13). Amaba profundamente a todas en las entrañas de Cristo. Pero si a todas amaba “con mayor diligencia” que una madre carnal ama a sus hijos, por las enfermas y atribuladas sentía predilección. ¡Cuántas horas y noches gastadas en acompañarlas, en consolarlas y animarlas!: “Dedicaba muy pocas horas al descanso de la noche. Ya he dicho que de joven dormía muy poco porque empleaba mucho tiempo en la oración nocturnaDe más mayor, siendo Abadesa y Maestra de Novicias, también muy poco; siempre andaba escasa en el dormir, seguía orando mucho y empleaba horas en la atención de las hermanas enfermas físicamente o con sufrimientos espirituales, siempre se daba vueltas por la noche para ver a las más necesitadas, también por la mañana pronto iba a ver a las enfermas y a llamar a las que se tenían que levantar más tarde”.

Amante de la paz, forjadora y defensora de la paz, la infundía a todas las personas con quienes hablaba o trataba. Su rostro irradiaba paz y serenidad, era como un signo gozoso de la presencia de Dios. Y, como poeta y franciscana, sabía cantar por todo y gozarse en todas las obras de Dios. Tenía facilidad extraordinaria para expresar sus sentimientos cantando como el juglar de Asís. Ejemplo de ello tenemos en las poesías que conservamos y otras muchas que se han perdido: “Volviendo a su gusto especial por las Sagradas Escrituras recuerdo que estábamos de limpieza en la iglesia, me dijo un versículo de la Sagrada Escritura y sacaba un cantar sobre aquel versículo. Yo estaba meditando o trataba de meditar sobre él, no había pasado media hora y me venía ella con otro versículo y con otro canto de aquel versículo. Yo la decía: ‘Hija mía, yo no puedo con tanto, me has dicho eso pues sobre eso estoy pero ahora me vienes con esto otro’. Ella me decía en ciertas cosas espirituales: ‘Mujer, sí, pero hay que cambiar’. Sacaba de todo y para todo”.

Su vida fue un cántico perenne de alabanza, de acción de gracias, de adoración al Amor: al Amor Increado, al Amor encarnado, al Amor crucificado, al Amor resucitado y glorificado, al Amor entregado en la Eucaristía: “Ella vivió muy fuerte lo de la Exposición, yo creo que desde el principio lo vio. Una hermana me dijo que le decía a ella: ‘Mira, tienes que ver a Jesús allí como me ves a mí, como me ves a mí personalmente pues así personalmente tienes tú que ver allí a Jesús Sacramentado’. Para ella Jesús Sacramentado era locura de Amor”.

Era una mujer dinámica con la quietud propia de quien se asienta en Dios. Enérgica y dulce al mismo tiempo. Esta mujer admirable vivía en profundidad de fe la conversión permanente, como San Francisco y Santa Clara, asociándose a la obra salvadora de Cristo por su entrega incondicional y constante. Desde niña supo comprender el valor del dolor y no desestimaba sacrificio alguno para agradar a Jesús. Era todavía muy pequeña cuando cayó gravemente enferma. Su hermano José se encargó de ir a Soria a buscar un médico que a duras penas encontró. Según las técnicas de entonces el remedio aplicado a la niña fue un verdadero martirio: los famosos botones de fuego. La niña lo sufrió todo en silencio. El médico le había dicho: “Si quieres a Dios harás todo lo que yo te diga”. ¡Y cómo quería Juanita a su Dios! Era el momento de demostrarlo. Había comprendido que debemos vivir como dice San Pablo: “Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (2 Co 4, 10).

Inventaba mortificaciones a cada paso no ignorando “que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados para participar de su muerte” (Rom 6, 3). Se ponía guijarritos en los zapatos cuando salía al campo e invitaba a sus amigas con sencillez a hacer otro tanto por amor al Señor. “A nosotras, añade su hermana, nos resultaba duro y no accedíamos”. Una amiga de infancia declara que Juanita ayunaba todos los días.

Como era la encargada de preparar el desayuno a los de casa aunque no probaba bocado pasaba desapercibida. Si alguno le preguntaba si había desayunado se las ingeniaba de la forma que fuera para contestar y siempre salía airosa sin descubrir el secreto. Unos años más tarde comprendió que, en tan tierna edad, este tipo de austeridad podía serle perjudicial a la salud. Guiada por la fuerza de esta inspiración mitigó el rigor de la comida y puso mayor fuerza en la práctica de otras mortificaciones que se le presentaban a diario. Se adquirió un cilicio. Se apretaba una cuerda en la cintura y en tal forma que, al ponerse enferma en una ocasión, tuvieron que cortársela porque le impedía la respiración. En otra ocasión vino a Soria a visitar a su hermana Antonia que estaba aprendiendo a planchar; venía helada de frío pero supo disimularlo y no se acercó al lugar donde calentaban las planchas, sufriendo el terrible frío que tenía en silencio para unirse al sacrificio de Cristo.

Cuentan sus connovicias y las monjas más mayores que desde su ingreso en el Monasterio fue un alma que practicó la mortificación interior y exterior: “Siempre la vimos silenciosa y recogida, trabajadora, mortificada y extremadamente caritativa. No escatimaba sacrificio alguno ni economizaba ocasiones que pudieran darle oportunidad de ofrecer algo al Señor. Después de cumplir todas sus obligaciones le quedaba tiempo para dedicar algún espacio a los ejercicios de penitencia”.

De profesa, el tiempo libre lo tenía de tal modo distribuido que le daba para todo: oración, lectura espiritual, trabajo y ejercicios de penitencia. Aunque el sueño era una de sus tentaciones mayores, como Dios le concedió una salud fuerte, con los permisos necesarios empalmaba el día con la noche dedicando al reposo pocas horas. Para lecho utilizaba una cruz que adquirió y que empleó varios años para este fin. Más tarde la sustituyó por un trozo de manta que colocaba encima de la tarima del pavimento de su celda y un cajón de tablas que le servía de almohada. De esta forma descansó largos años mientras se lo permitió la obediencia. Cuando pasó al Noviciado, al terminar de ser Abadesa, comenzó a usar el lecho común de las hermanas: unas tablas con un duro jergón. Pero también aquí hizo aplicación de su ingenio consiguiendo que fuera más duro que los demás, como se pudo constatar después de su muerte, pero sin que nadie más que el Señor se diera cuenta de ello. Los últimos años de su vida, debido a una hipertensión esencial pertinaz y hereditaria, se vio obligada a tomar un descanso mayor.

Usaba diariamente el cilicio y se disciplinaba el cuerpo con cadenillas de hierro. Todo esto lo hacía para ir crucificando el hombre viejo y destruir el cuerpo de pecado, segura de que “si sufrimos con Él, con Él reinaremos” (Tim 2, 12). Lo mismo que de San Francisco se puede decir de Madre Clara: su alegría brotaba de la pureza de su alma y de la constancia en la oración: “Había llegado a ser más que una mujer de oración, una mujer hecha oración”. Orar había llegado a ser en ella como el acto más natural de su vida sobrenatural, “como la respiración del alma”.

Desde niña fue alma de oración. Nos dirá Concesa: “Desde muy pequeña, mientras yo jugaba con las cosas que ella me daba, se ponía de rodillas en el suelo y con las manos juntas y los ojos cerrados, en actitud de mirar al cielo, permanecía largos ratos, hasta que oía los pasos de mi madre”. Más mayorcita, de tiempo en tiempo, se retiraba a orar. A su madre le daba qué pensar este modo de obrar de su hija y exclamaba pensativa: “¡Esta chica…!”. No era como las demás chicas de su edad. Dios la había escogido entre millares y la atraía fuertemente a la soledadLe gustaba entrar dentro de sí para hablar con el Padre que está en lo escondido y nos ve siempre.

Su unión con Dios era profunda y continua a juzgar por sus obras. Su poder de intercesión era grande. Todo lo que pedía al Señor se lo concedía. Es curioso comprobar cómo obtenía indefectiblemente lo que en su sencillez e ingenuidad nos decía que pedía al Señor: para la Iglesia, para la Patria, para la Orden, para la Comunidad, para las monjas o personas concretas.

La presencia de Dios era habitual en ella, vivía como sumergida en el Océano infinito de la Trinidad, penetrada y envuelta por la Divinidad a la que adoraba, alababa y daba gracias sin cesar en el Hijo por el Espíritu Santo, en unión con María y con toda la creación. Y esto de forma tan sencilla, tan natural, como quien no hacía nada, sin ninguna rigidez. Era algo existencial en su persona, en su alma abierta sin diques ni fronteras al Amor, a la acción salvadora y santificadora de Dios. “Recuerdo, dice una monja, verla por los pasillos, galerías o claustros profundamente recogida, con las manos juntas, los dedos entrelazados, la mirada hacia lo alto, absorta en su Dios, como en alta contemplación del Misterio del Amor: estoy segura, sigue la monja, que no se enteraba de que alguien pasaba a su lado. Jamás la he visto con el espíritu derramado, a pesar de verla siempre alegre y, en ocasiones, siendo Abadesa, con grandes trabajos y preocupaciones”.

Dócil al Espíritu del Señor, en sencillez y pureza de corazón, lo supeditaba todo, como Santa Clara y San Francisco “al espíritu de oración y devoción al que todas las cosas deben servir” (Regla de Santa Clara, cap. 7).

Su fe era robusta y profunda como la del mismo Abraham; a menudo para animar a vivir de la fe, decía: “El justo vive de fe” (Rom 1, 17). Con esa misma profundidad de fe y con entusiasmo infantil vivía cada uno de los misterios del Señor.

Las monjas conservan todavía el recuerdo fresco de su alegría comunicativa en cada una de las festividades litúrgicas. Tenía un enamoramiento tal al Niño Jesús que, por una parte, la ensimismaba y, por otra, la hacía salir de sí prorrumpiendo en cánticos y expresiones llenas de amor, de agradecimiento; en sentimientos de adoración, de entrega. En todas las Navidades componía villancicos nuevos, veladas, pastorelas, poesías. Era una forma de demostrar al Niño Dios el amor de su corazón encendido en fuego ardiente de caridad hacia Él que “siendo rico se hizo pobre por nosotros para que fuésemos ricos con su pobreza” (2 Co 8, 9). Esto la enloquecía como al Serafín de Asís, al “loquillo de Belén”.

Acompañaba al Señor en su vida de Nazaret, en su vida pública, en el Calvario; como auténtica franciscana tenía devoción profunda a Cristo crucificado, hacía el ejercicio del Vía Crucis todos los días y lo recomendaba a las monjas. Gozosa y exultante madrugaba la mañana de la Resurrección para cantar con la Virgen el Aleluya por el triunfo de Cristo resucitado. Y tenía gran devoción a San Miguel, a San José, a sus seráficos Padres, etc. aunque no es exacto hablar de devociones sino de relaciones vitales con la Iglesia triunfante; de esta forma “su conversación estaba en los cielos” y, siendo su vida actuada por el Espíritu Santo, permanecía siempre en Dios.

Mujer humana como nadie, amaba entrañablemente a su familia. Exponente claro de esto lo tenemos en las cartas que escribía a su anciana madre, a sus hermanos mayores José y Antonia; a Concesa, su hermana pequeña, amiga inseparable de su infancia y adolescencia y confidente íntima; a su hermano Pascual, sacerdote, para quien pidió con tanta fe la vocación sacerdotal, preparó a la primera Comunión y al que respetaba y veneraba como ministro del Altísimo; y a su hermano benjamín, Emilio, su ahijado querido, como gustaba llamarle; y al resto de su familia.

Amaba a sus monjas como verdadera madre y hermana. Tenía presente las palabras de sus santos Padres, escritas en sus respectivas Reglas, y las ponía en práctica: “Si la madre ama y alimenta a su hija carnal ¿con cuánta mayor diligencia no deberá la hermana amar y alimentar a su hermana espiritual?”. Y así mismo amaba con agradecimiento profundo a los bienhechores y a todo el mundo. En los últimos años de su vida Dios la probó fuertemente con desgracias familiares. Su hermano Pascual murió en ocho días, sin esperarlo, a consecuencia de un ataque cerebral. Unos meses después moría su madre, anciana de noventa y nueve años. Sin cumplirse el año, un sobrino, de accidente de automóvil, quien debía ser el apoyo de su hermana Antonia, anciana con ochenta años. A continuación una tía carnal a la que amaba entrañablemente. Y, sin pasar muchos meses, la esposa de su ahijado en poco más de diez días y muy joven todavía. A continuación el esposo de su hermana anciana. Ella sabía ofrecer con alegría y generosidad todos estos sufrimientos al Señor, apareciendo como siempre. Pero no por eso el dolor era menos profundo y lacerante, todo lo contrario ya que su corazón era sumamente delicado y sensible. Pero su calma y serenidad no sufrieron menoscabo.

Constantes en su vida

En la vida de Madre Clara siempre aparecieron estas constantes:

Su amor seráfico a Jesús Sacramentado, con deseo ferviente de verlo adorado, glorificado y reconocido Rey por todo el mundo, en su trono de Amor: la Custodia. Era eso como una obsesión, obsesión santa, persistente, que no la dejaba reposar. Perseveró en los deseos y llegó a conseguirlo. La perseverancia es la gran virtud de toda obra buena (cfr. Homilía 25 de San Gregorio Magno sobre los Evangelios).

Su amor al ideal franciscano de altísima pobreza, de pobreza evangélica, “Dama pobreza”, según la visión de San Francisco y Santa Clara, con ese matiz especial de “expropiación kenótica” y viviendo “sin rentas ni posesiones”.

De aquí nacía el que Madre Clara se sintiera atraída con fuerza irresistible durante toda su vida por el misterio del despojo, del vaciamiento, del anonadamiento de Cristo, y se fundía en él como en única inmolación por su vida de anonadamiento continuo, nota característica suya. Las monjas supieron que se había obligado a ello, incluso con voto, que cumplía con gran perfección y amor -todas lo captaban- a vivir hasta la muerte “anonadada y escondida en la casa del Señor”. Una hermana, sin pretenderlo, descubrió su secreto, que se hubiera llevado al cielo consigo de no haberlo sabido por este medio, topando con un papelillo escrito de su puño y letra allá por el año 1954, y que contenía el texto del referido voto. Sin duda alguna Madre Clara quiso esconderlo y tanto lo escondió que olvidó el lugar donde lo había puesto. Así la hermana pudo, sin pensarlo, dar con él. Lo conservó como una reliquia. Lo transcribimos aquí: “Inmaculada Virgen María Nuestra Señora del Rosario de Fátima: Yo, Sor Clara de la Concepción, agradecida al favor de tu maternal misericordia de acogerme en la dulce morada de tu Purísimo Corazón y deseando permanecer en Él perpetuamente. Hago voto y prometo a Dios Todopoderoso, a Ti, Inmaculada Virgen de Fátima, a San Miguel Arcángel, a los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo, a Nuestro Santo Padre San Francisco, a Nuestra Santa Madre Santa Clara y a todos los Santos de mi anonadamiento propio perpetuo, obligándome a él por todo el tiempo de mi vida en la extensión de responsabilidad de mi Director Espiritual, Padre Julio Eguíluz, Ministro del Altísimo y Tuyo. Dígnate, Madre mía, bendecirme este voto y, mirando compasiva mi fragilidad y miseria, ¡dame gracia para ser fiel a él hasta el último suspiro que deseo exhalar en la dulcísima clausura de tu Inmaculado Corazón!”.

Su confianza en la divina Providencia era tan grande que, a pesar de las necesidades y penurias materiales por las que tuvo que pasar, siempre permaneció alegre y segura de que no le faltaría “su Esposa”, como la llamaba. Y así fue. Con frecuencia repetía ante la Presencia de Jesús Sacramentado y en cualquier parte:

“¡Providencia divina,
a ti me acojo!
¡Providencia divina,
en ti confío!
¡Providencia divina,
en ti descanso!”

“Peregrina y forastera en este mundo” (1 Pe 2, 11 y Regla de Santa Clara, cap. 8), vivía segura bajo el cuidado amoroso del Padre Celestial, sin miedo alguno ante la inseguridad de los medios humanos de vida. La frase “¡La Providencia divina nunca falla!” era como el leitmotiv de su vida. Y en ella se palpan las manifestaciones de la divina Providencia totalmente penetradas de amor hacia su esposa.

Su amor era total y filial a Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, Reina de los Ángeles, Virgen Inmaculada y Patrona de la Orden. La amaba con ternura filial en estas advocaciones y en las de Fátima, del Pilar… Cada hora la acompañaba en un santuario. A ella confiaba sus preocupaciones, sus deseos, sus anhelos, sus amores, segura siempre de su protección maternal. Le rezaba todos los días las tres partes del Rosario, los dolores y gozos y ¡Dios y Ella sabrán cuánta era su intimidad y su amor! Le gustaba ejecutar sus obras en compañía de Madre tan bondadosa, de Amiga tan fiel, de Compañera inigualable, jamás se caía de sus manos una imagencita de la Señora de Fátima que las monjas conservan desgastada entre los objetos de su uso. Con Ella desahogaba su alma, a Ella acudía asiduamente en demanda de auxilio, de fuerza, de luz; a Ella entregaba sus obras para que las presentase a Jesús como comedianera ante el Padre. Desde muy joven había hecho voto de la esclavitud mariana.

La fraternidad universal fundada en la caridad evangélica: “Todos vosotros sois hermanos” y abierta a todos los hombres. Vivía con la alegría indecible de cara a las realidades escatológicas como “peregrina y advenediza en este mundo”, desprendida de todas las cosas pero amando todas las creaturas como hermanas, y gozándose en todas ellas considerándolas como huella del Creador. Tenía una sensibilidad finísima para ver en todo la huella de Dios que se manifiesta a los hombres por medio de sus criaturas. A todas las consideraba como hermanas a ejemplo de San Francisco, cuyo espíritu parecía haberlo encarnado Dios en ella desde su infancia. Todas la recuerdan alabando a Dios con las hermanas flores y con la hermana nieve, con los hermanos jilgueros y con los hermanos roscos, con las hermanas lentejas y con la hermana tormenta.

Amor a la Escritura

Madre Clara, como la Iglesia, vivía de la Palabra y enseñaba a sus monjas a hacer lo mismo. Desde que ingresó en el monasterio utilizó los Libros Sagrados para alimento cotidiano de su alma. Como en aquellos primeros años de su vida religiosa escaseaban los textos de la Biblia ella se ocupaba en escribir diariamente, sacrificando el descanso nocturno, fragmentos del Evangelio que distribuía entre las jóvenes para comentarlos juntas. Recomendaba a las monjas la lectura asidua de la Sagrada Escritura y decía: “Todos los libros son hermosos pero la Biblia es la fuente de todos”.

Cuando se multiplicaron las ediciones proveyó a cada monja de los Evangelios y a la Comunidad de varios ejemplares de la Biblia completa. La manejaba como un experto. A cada paso se le oía repetir citas tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Pero lo más grande es que en ella la Palabra se convertía en vida por la fuerza fecundante del Espíritu.

Después de profesar se hizo como una especie de atril que gustaba adornar con flores, lo colocó en la sala de trabajo y allí, durante la jornada, tenía la Biblia abierta, entronizada. Desde que se pudo adquirir una Biblia de bolsillo la llevó consigo hasta la muerte.

Amor a María Inmaculada

Su encendido amor a la Virgen María, la búsqueda de su protección y de su ejemplo, a la vez que el deseo de no encumbrarse sobre nadie por su oficio primero de la casa fue el motivo de elegir a María Inmaculada como Abadesa perpetua de esta Comunidad. Por eso propuso a las hermanas preparar un acto de elección. A las once se clausuró la iglesia después de la Misa mayor, se reunió en Capítulo la Comunidad en el coro bajo y se dispuso la caja de los escrutinios repartiendo las papeletas de votación. Al otro lado de la reja, en la iglesia, presidían la elección y eran testigos el Padre Guardián de los Franciscanos y su Vicario: “En este convento de Santa Clara de Soria, reunida la Comunidad capitularmente el día 8 de diciembre de 1945 a las once de la mañana, se procedió a la elección de la Inmaculada Virgen María en Abadesa perpetua de la Comunidad, asistiendo y presidiendo a la vez en ella el Rvdo. Padre José Bernardo Biaín, Guardián del Convento de PP. Franciscanos en esta ciudad, acompañado de su Vicario Rvdo. Padre Juan Ajuria. En esta elección, invocadas las luces del Espíritu Santo y siguiendo en todo las normas de las elecciones canónicas de Abadesa, teniendo voto también las religiosas de Profesión Simple, las hermanas legas y postulantes quedó elegida por 29 vocales en Abadesa perpetua de esta Comunidad la Inmaculada Virgen María”.

Después de la unánime elección se proclamó Abadesa perpetua a la Virgen María; Madre Clara colocó en su imagen el sello del convento como signo de sus poderes y le consagró la Comunidad con una súplica y entrega: “Acepta, Madre mía, el encargo del gobierno de la Comunidad que Dios nuestro Señor me confió y que, con la más íntima complacencia de mi alma, hoy te entrego. Interpretando la buena voluntad de mis hermanas que me han de suceder en él lo pongo también en tus manos. Tú eres nuestra dignísima Madre Abadesa y lo serás perpetuamente. Tú la Pastora Divina que guiarás este rebañito hasta conducirlo a Jesús. Las elegidas y nombradas canónicamente Abadesas quedamos constituidas en humildes zagalillas tuyas”.

Mientras se cantaba el Te Deum cada electora besó los pies de la imagen santa y profesó obediencia a la Abadesa Celestial. Desde este día Madre Clara y todas sus hijas añadieron a su nombre el de María.